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La palabra «viajero» es,
probablemente, la que mejor define mi vida. El periplo se inició en
Burdeos (Francia), donde nací. Con apenas seis meses mis padres me
llevaron a Berlín (Alemania) para que mis abuelos paternos y yo nos
conociéramos.
Volvimos a Francia y nos
trasladamos a Redon, un pueblecito rural de Bretaña, donde permanecimos
hasta que cumplí los siete años. A pesar de mi corta edad, nunca podré
olvidar la bruma de los bosques encantados y las extrañas leyendas de
origen celta que se contaban, en las tertulias al amor de la chimenea,
durante las largas y frías noches de invierno. Allí empezó a despertar
mi fantasía.
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Luego vinimos a vivir a España,
y tras residir en lugares tan variados como Extremadura, Baleares o
Madrid, pensé que por fin iba a echar raíces. Pero me equivoqué. Un
buen día mi madre me comunicó que acababa de firmar un contrato como
cooperante de la UNESCO. El traslado que se avecinaba era el más
importante hasta la fecha: nos aguardaba un vuelo nocturno de ocho horas
que nos llevaría al Congo Belga, un nuevo país que estrenaba
independencia con el nombre de República del Congo.
Con mis doce años recién cumplidos y mi maleta
llena de fantasías cultivadas por los libros de aventuras, me preparé
para la nueva experiencia. Y África no me defraudó. Allí me sumergí en
un ambiente multicultural y multirracial que me abrió los ojos a la
grandeza y complejidad de nuestro planeta. Me encontré con gente que
procedía de los más diversos rincones del mundo, y con los propios
habitantes del país —que luego pasaría a llamarse Zaire—, cuyas
costumbres y filosofía de la vida eran tan distintas a las nuestras.
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Pronto
empecé a intuir los misterios y maravillas que se ocultaban en aquel
territorio inmenso, de una superficie equivalente a casi cinco veces España.
Me adentré por intrincados caminos, unas veces rodeado de amigos de
nacionalidades diversas, otras con la única compañía de mis
pensamientos. Recorrí selvas y sabanas, viajé a bordo de viejos barcos
de la era colonial o en piraguas artesanales para navegar el río Congo y sus
afluentes, también los grandes lagos como el Mai-Ndombe o el Tumba,
siempre fascinado —y a veces aterrado— por todo lo que veía. A
menudo dependí para mi alojamiento y sustento de la hospitalidad y
generosidad de los apacibles pobladores de las aldeas del interior, y de
su mano descubrí lugares apartados donde el tiempo se detenía y el
espacio que nos rodeaba parecía expandirse hasta el infinito. Gracias a no existir la
televisión, el teléfono o siquiera la electricidad, las relaciones
humanas, enriquecidas por arcaicas tradiciones y costumbres milenarias,
eran más profundas y sabias que en ningún otro lugar que haya
conocido. La sencillez, magia y fantasía de aquella gente
iluminaban la mente del viajero que llegaba hasta ellos.
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Posteriormente, mi
profesión de piloto me permitió completar mis conocimientos sobre el
país desde la perspectiva de las aves, de norte a sur, de este a oeste,
ofreciéndome una visión de conjunto en la que destacaban la grandiosidad
de aquellos paisajes y la variedad de sus contrastes.
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Esta vida de viajero errante me
acostumbró a llevar siempre en mi maleta, en mi mochila, en mi mano, un
libro con el que convertir en aventura los momentos de soledad.
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La vida siguió su curso y llegó
el momento de regresar: con una mezcla de dolor por dejar aquellas tierras
y el entusiasmo de empezar una nueva vida más tradicional y estable,
después de diez años, volví a España. Trabajé en el campo de la
informática y la electrónica, me casé, tuve un hijo... Todo muy normal.
Pero en mi corazón seguían latiendo los lejanos tambores de la llamada
africana. Una voz en mi interior me exigía que compartiera la
experiencia, que las historias y los sueños salieran a la luz.
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Mi
vocación literaria despertó.
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